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En su momento, '300' no sólo constituyó una pequeña revolución técnica en la forma de evocar el pasado, sino una renovación del 'peplum' en toda regla, gracias a su textura lúgubre, trágica, muy superior a la novela gráfica en la que se basaba, rompiendo ampliamente las barreras del simple terror físico y acercándose, a veces, a la fantasía heroica más áspera. Ahora, cuando ya hemos sufrido los estragos de todos los sucedáneos de 300 –recordemos 'Furia de titanes' o 'Inmortales'–, nos llega la secuela oficial del film de Zack Snyder, carente de toda voluntad revolucionaria o renovadora. Lo mejor de este nuevo '300' se debe, sobre todo, a los hallazgos de la anterior. Estamos ante un espectáculo fastuoso que explota a fondo la poética violenta establecida por su predecesora. Pero, aparte de eso, este 'exploit' de lujo no tiene nada de estimulante.